domingo, 12 de septiembre de 2010

NARRACIÓN Y MEMORIA HISTÓRICA EN EL PAÍS DE LA CANELA


Por: Miguel A. Páez C.
Unicatólica Lumen Gentium
Universidad del Valle


RESUMEN

Esta ponencia analiza la diferencia entre narración literaria e historia a partir de la novela El País de la Canela, enfatizando en el papel que desempeñan los sectores marginados en la recuperación de la memoria histórica y en la función de la ficción como agente de esa recuperación.

PALABRAS CLAVE: Memoria histórica, rememoración, sectores marginados, autorrepresentación.

El País de la Canela, novela cuyo núcleo es el testimonio de Cristóbal Aguilar, subalterno de Gonzalo Pizarro en la conquista del Amazonas, hace parte de la trilogía sobre el tema de la conquista de América del escritor colombiano William Ospina. Se trata de un relato testimonial que narra la búsqueda de la canela, “esa corteza roja que altera las bebidas” (Ospina 73), desde la perspectiva de un personaje subalterno, describiendo el sobresalto producido por la selva amazónica en los espíritus de criollos y europeos. A su vez representa un modelo de narración en el que se da la palabra a los “testigos no letrados”, a los sectores “sin voz” silenciados por la “cultura de élites”. En este sentido cabe advertir que las Crónicas de Indias habían construido una imagen de Amerindia a partir de la relación de las hazañas conquistadoras, presentando a los protagonistas como héroes que luchaban contra un mundo hostil. La consecuencia de esa “mitologización” de los conquistadores (la élite creadora de la representación histórica), fue presentar a los nativos (los sectores marginados) como seres carentes de alma y sin capacidad para razonar; es decir, silenciando su posibilidad de autorrepresentación histórica (Chen Sham 3). Esta aporía ha perdurado hasta la posmodernidad, constituyéndose en contenido imprescindible de los estudios históricos, ya sea para refutar o confirmar su validez. Las voces del indio y del criollo (los sectores marginados y subalternos) y la selva son las que hablan en El País de la canela, permitiendo así, a través de la ficción, recuperar la memoria del acontecimiento pasado, la cual trasciende el mero conocimiento de los hechos impuesto por la ilusión de la representación histórica oficial.

Si esta ponencia es de su interés, favor enviar un mensaje solicitando el texto completo al correo del autor: mac2021@hotmail.com

jueves, 12 de febrero de 2009

¿Existe Dios?, Enseñanzas del viejo Russell



Las opiniones de José Saramago y Steven Weinberg han vuelto a poner en la palestra el tema de la existencia de Dios.

A Saramago lo conocemos por libros como Ensayo sobre la ceguera e Intermitencias de la muerte. El primero retoma la controversia de origen platónico sobre el papel de los sentidos en la comprensión humana de la realidad, y el segundo permite entrever las implicaciones que tendría para el orden mundial la ausencia de la muerte, tema ya abordado por escritores como Johnatan Swift (Viajes de Gulliver) y el colombiano Tomás Carrasquilla (En la diestra de Dios Padre).

En declaraciones concedidas en noviembre pasado en Sao Paulo (Brasil) y en uno de los escritos de su blog (http://www.cuadreno.josesarmago.org/) Saramago reitera su posición: "No necesitamos de Dios". Esas palabras son pronunciadas después de recuperarse de una grave enfermedad pulmonar que lo tuvo cerca de la muerte y que retrasó la publicación de su última novela El viaje del elefante. No es nuevo el veredicto de Saramago, siempre se ha manifestado escéptico sobre la existencia de Dios, y ni siquiera la recuperación de la enfermedad, como él mismo aseguró, lo hizo cambiar de opinión.

En el caso de Weinberg, físico ganador del Nobel y autor de un libro maravilloso titulado Los tres primeros minutos del Universo, su opinión es similar a la de Saramago, sólo que desde la ciencia. En un reciente documento (reproducido en el número 92 de la revista literaria El Malpensante), Weinberg ofrece una reflexión sobre la imposibilidad de la existencia de Dios, argumentando una falta de lógica con el devenir del universo involucrar a un ser supremo. Y sin embargo concluye que vivir sin Dios no es fácil: “Pero la propia dificultad le ofrece a uno otro consuelo: que hay un cierto honor, o quizá solo una enferma satisfacción, en enfrentarnos a nuestra condición sin desesperarnos y sin falsas ilusiones, con buen humor, pero sin Dios.”

Tanto Weinberg como Saramago cuestionan además el papel de la religión, advirtiendo que son muchos los odios propiciados por el fanatismo de los creyentes y que una convivencia ideal se lograría suprimiendo las religiones.

No me escandalizan las opiniones de estos dos célebres personajes. Desde luego han despertado muchas críticas tanto en los sectores religiosos (los directos afectados) como en los medios académicos.

Frente a esas opiniones respetables y sus opositores vuelvo a retomar a Bertrand Rusell, quien fue más cauteloso en el asunto. Como todos saben Rusell, filósofo y matemático inglés ganador del Nobel de literatura, decía que ambas perspectivas, la del creyente y la del ateo, eran bastante irreconciliables y difíciles de argumentar.

Rusell, partidario del agnosticismo, estaba convencido de que era imposible saber la verdad en cuestiones tales como Dios y la vida futura: “El agnóstico suspende todo juicio, diciendo que no hay suficientes razones ni para la afirmación ni para la negación”. Perlas de un viejo sabio.

Las palabras del filósofo dejan abierta la controversia en torno a un tema que retorna de vez en cuando para caldear ánimos que creíamos relegados a siglos pasados, y que permite analizar hasta dónde hemos avanzado en nuestra comprensión de la realidad o hasta dónde hemos perdido la brújula (el Motor de Búsqueda, diría un moderno cibernauta) para alcanzar lo que los antiguos llamaban sabiduría.

martes, 10 de febrero de 2009

ÉRASE UNA VEZ EL AMOR, Comentario al libro de Efraím Medina Reyes



No me interesa el individuo Efraím Medina Reyes por la misma razón que yo no le intereso a él: ambos somos parte de un orden efímero, y pasados unos siglos, como decía Roberto Bolaño, nuestro nombre o el de Shakespeare téndrán el mismo destino: la nada.

Pero no puedo negar que hay apartados de sus libros que seducen por tener un ímpetu semejante al de los escándalos que suele armar cuando abre la boca. Es el caso de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, libro que un amigo juzgó como la peor alcantarilla en la que EMR ha arrojado su caca.

Ansiando aires malignos (o simplemente intentando curiosear) me di a la tarea de leerlo. Me sorprendió mucho. Y me conmovió. Ya sé que da lo mismo que me interese o no. Muchos juzgan ese tipo de literatura un homenaje a la podredumbre literaria (creo que EMR estaría de acuerdo con ese juicio). Pero el libro tiene fuerza, y eso no lo consiguen todos los escritores.

Como esto que escribo (totalmente espontáneo y soberano) no busca cumplir ningún precepto de crítica literaria, me atrevo a resaltar, como simple lector, el capítulo La muerte de Sócrates. En medio de una entrevista al estilo de los personajes de EMR, el autor canta muchas verdades, le duela al que le duela, y lo hace en un tono muy personal, sin negar lo que es, sin valerse de palabras rebuscadas para quedar bien con nadie.

El cine, la literatura, García Márquez, Mutis, el amor, incluso el mismo autor son despellejados de manera aguda e ingeniosa, con frases que hacen volver sobre el texto, dejando claro que también en las alcantarillas se puede reflexionar sobre la condición humana, aunque dudo que eso sea lo que busque EMR. Esos son juicios que un lector inventa para justificar su incompetencia para lanzar piedras como lo hace EMR.

Ah. Y una frase que me quedó sonando, tomada de uno de los capítulos que el autor titula como Guitarra invisible o ago así, y que yo titularía Uno se mete a escribir. Dice EMR: Uno se mete a escribir porque necesita una coartada para no trabajar. Qué belleza saber que escribir literatura no es un trabajo, sino un juego, el más bello juego.

Ya quisiéramos todos tener esa libertad para decir lo que hay que decir. Por ahora dejemos a EMR donde se lo merece.

Una nota inútil: leánlo.

LOS ANIMALES AUSENTES DE FILANDIA


Una de las pasiones hedonistas del ser humano es viajar, ya sea a través del espacio físico, de los recuerdos o de los libros, como decía Croisset. Cualquier forma resulta interesante, sobre todo si el territorio del viaje está lleno de sorpresas.


Al regreso del acostumbrado viaje de final de año, dimos una vuelta, mi esposa y yo, por Filandia, pueblo del Quindío situado entre Armenia y Pereira. El nombre no tiene nada que ver con la Finlandia ("tierra de los fineses") vecina de los osos blancos en el polo norte. Filandia (de “filia”, hija y “andia”, de los andes, según los fundadores), goza de agradable clima (18 grados centígrados), y está rodeada de mucha naturaleza y buenas fondas para comer manjares.


El destino de este pueblo, después de varios siglos de historia (no sólo como municipio) sigue siendo el mismo: lugar de paso para caminantes. Allí hacían bohío los ancestros quimbayas cuando iban en busca del río Chinchiná; allí contaban su ganado los colonos que viajaban desde el oriente hacia Cartago, los que transitaban de Antioquia hacia el sur. Los peregrinos de todas las épocas han admirado su paisaje y muchos se han quedado a vivir allí para hacer de su suelo un paraíso.


Antes de ingresar en el pueblo hay una carretera estrecha con arboledas y sabanas donde pace el ganado vacuno. Tampoco faltan las fincas con pollos, cerdos, sembrados domésticos, y los chalets de la gente adinerada del Eje Cafetero. En los costados de la vía, las autoridades ecológicas han situado letreros advirtiendo la presencia de flora y fauna silvestre: árboles exóticos, variedades florales, monos aulladores (los primates más grandes de América), pavas caucanas, colibríes.


Como amantes de los animales, ansiando verlos en su hábitat, detuvimos el paso, sin suerte. “Hace mucho no se ven esos animales por aquí”, nos dijo un campesino de carriel. “De pronto en el cañón del río Barbas”. Después de varios intentos frente a los avisos pedagógicos, seguimos hacia la plaza central, en busca de diversiones menos exóticas como tomar café quindiano, uno de los mejores, y matar el frío con aguardiente doble.


Ignoramos si los carteles sólo cumplen labor pedagógica o rememorativa de un pasado feliz. Según la información de la web, todavía deambula mucha fauna por el territorio filandeño. Es innegable que el anuncio de animales silvestres en una zona tan próxima a la ciudad, emociona. Al final no salimos defraudados: uno de los carteles cumplía con su objetivo. Decía: árbol de laurel. Y allí estaba con esqueleto roñoso, hojas oblongas, y las inconfundibles flores rosadas (existen otras variedades de laurel con flores amarillas o violáceas), además de las ramas que tanta poesía ha inspirado, tantos esfuerzos atléticos ha coronado (recordar la reciente olimpiada china) y tantos dichos simpáticos ha sugerido ("el que planta un laurel no lo verá crecer").


Esperamos volver a Filandia. Los monos aulladores y las pavas caucanas no pueden convertirse en un recuerdo de animales ausentes.

lunes, 9 de febrero de 2009

regreso

Si al recorrer el bulevar sientes
La extraña costumbre de los rostros
Si en el Metro el hampón
Pasa por alto las monedas de tu bolsa
Si al recibir un timbre de teléfono
La apatía te aniquila el interés
Si cuando cruzas frente al cementerio
Contemplas el acaso de quedarte
Si subes un árbol sólo para espiar
El suicidio de las hojas
Si en vez de acechar el crepúsculo
Decides trotar de puntas por el riel
De un vagón desbocado
Si en la playa tropiezas
Unas huellas sin retorno
Si el viento esta vez no te roza la cara
Si llegas a una puerta y nadie te abre

Ponte en aviso
La muerte puede haber tomado
La medida de tus pasos para ahorrarte
El camino de regreso.

ÉRASE UNA VEZ EL AMOR, Comentario al libro de Efraím Medina Reyes



No me interesa el individuo Efraím Medina Reyes por la misma razón que yo no le intereso a él: ambos somos parte de un orden efímero, y pasados unos siglos, como decía Roberto Bolaño, nuestro nombre o el de Shakespeare téndrán el mismo destino: la nada.

Pero no puedo negar que hay apartados de sus libros que seducen por tener un ímpetu semejante al de los escándalos que suele armar cuando abre la boca. Es el caso de Érase una vez el amor pero tuve que matarlo, libro que un amigo juzgó como la peor alcantarilla en la que EMR había arrojado su caca.

Ansiando aires malignos (o simplemente intentando curiosear) me di a la tarea de leerlo. Me sorprendió mucho. Y me conmovió. Ya sé que da lo mismo que me interese o no. Muchos juzgan ese tipo de literatura un homenaje a la podredumbre literaria (creo que EMR estaría de acuerdo con ese juicio). Pero el libro tiene fuerza, y eso no lo consiguen todos los escritores.

Como esto que escribo (totalmente espontáneo y soberano) no busca cumplir ningún precepto de crítica literaria, me atrevo a resaltar, como simple lector, el capítulo La muerte de Sócrates. En medio de una entrevista al estilo de los personajes de EMR, el autor canta muchas verdades, le duela al que le duela, y lo hace en un tono muy personal, sin negar lo que es, sin valerse de palabras rebuscadas para quedar bien con nadie.

El cine, la literatura, García Márquez, Mutis, el amor, incluso el mismo autor son despellejados de manera aguda e ingeniosa, con frases que hacen volver sobre el texto, dejando claro que también en las alcantarillas se puede reflexionar sobre la condición humana, aunque dudo eso sea lo que busque EMR. Esos son juicios que un lector inventa para justificar su incompetencia para lanzar piedras como lo hace EMR.

Ah. Y una frase que me quedó sonando, tomada de uno de los capítulos que el autor titula como Guitarra invisible o ago así, y que yo titularía Uno se mete a escribir. Dice EMR: Uno se mete a escribir porque necesita una coartada para no trabajar. Qué belleza saber que escribir literatura no es un trabajo, sino un juego, el más bello juego.

Ya quisiéramos todos tener esa libertad para decir lo que hay que decir. Por ahora dejemos a EMR donde se lo merece.

Una nota inútil: leánlo.

lunes, 19 de enero de 2009

CRÓNICAS DE LA MEMORIA (UNO)